¿Por qué?

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    ¿Por qué?

    Publicado por Cecilio Andrade

    «El arte de la guerra es el arte de la vida».

    Máxima samurái

    Comencemos con un poco (¿más?) de filosofía.

    Es posible que para la mayoría de los lectores, la cita que da pie a este artículo sea una contradicción en sí misma. O quizás, otra más de esas ideas enrevesadas para nuestra práctica y materialista mente occidental, importada de un Oriente lejano en el tiempo y en la distancia. Al fin y al cabo, la guerra, violencia por definición, trata sobre la eliminación de la vida, ¿no?

    Pero si acompañamos esa máxima antigua con una idea más moderna, de alguien como el señor Jeff Cooper, maestro de armas, considerando tal título con la importancia y nobleza que se le otorgaba en un pasado ya olvidado, innovador en una época en la que se creía ya todo inventado, y filósofo de la vida por encima de todo, es posible que iluminemos algo su significado.

    En su trabajo Principios de la Defensa Personal, podemos leer lo siguiente:

    «La única razón que justifica disparar a otro ser humano es la imperiosa necesidad de detener la acción que en ese momento está realizando.

    Esta necesidad debe ser tan grande que no importe, legal o moralmente, que el sujeto muera como resultado de haber sido parado».

    En el mundo actual, desgraciadamente cada vez más violento y hostil, ambas ideas son total y absolutamente válidas, complementarias y consecuentes.

    Qué puede ser más importante que la salvaguarda de la vida de nuestra familia, de nuestros amigos, de los ciudadanos que como defensores de la sociedad hemos jurado proteger si somos policías o militares, aun a costa de nuestra propia vida o de la del agresor.

    Pero ocurre que muy a menudo, cada vez más por desgracia, alguien no tiene ese punto de conciencia en su alma, y busca acabar con esas vidas. Ante lo cual algunos hombres y mujeres buenos se ven obligados a hacer uso de sus armas, sus conocimientos y sus habilidades, poniendo su propia vida en juego para detener a esos individuos, viéndose la mayor parte de las ocasiones en la necesidad de matar para proteger vidas.

    El mayor tabú de cualquier sociedad civilizada es «no matarás», principio común para la gran mayoría de religiones y filosofías. Cualquier individuo moral y mentalmente sano sufrirá en mayor o menor medida si se ve obligado a saltarse ese tabú, aunque ello sea por un bien mayor. Siempre queda la duda de si pudo hacerlo mejor, si pudo evitarlo.

    En este caso, su salvaguarda mental y moral está en dos ideas muy claras, la correcta y recta moralidad de la acción, «soy de los buenos», y una preparación técnica y táctica intachable que permita elegir una variedad suficiente de acciones.

    Por otra parte, los criminales, aunque pueden tener una preparación similar o, desgraciadamente puede ocurrir, superior, por lo general no tienen esas dudas, y si las tienen, son consideradas como algo superfluo, se soslayan con motivos más o menos seudo-éticos o con razones de supuesta justicia por la «causa».

    Cualquier policía o militar sabe que porta una herramienta intrínsecamente peligrosa y letal, pero, y no debemos olvidarlo, no más que un destornillador, una llave inglesa o ¡un coche! Y al igual que tales herramientas, no es más peligrosa que las manos que la empuñan y la mente que las dirige.

    En manos de delincuentes se convierten en algo mortal. Para los policías y militares son herramientas de protección, pueden matar de igual forma que las de los criminales, indudablemente, pero solo cuando esas manos y mentes así lo deciden como algo inevitable, y siempre por un bien mayor. Al fin y al cabo, nadie obliga a un criminal a serlo.

    El criminal utiliza normalmente la máxima fuerza necesaria, y la mayor parte de las veces, más aún.

    El policía siempre hará uso de la mínima fuerza necesaria. Su idea debe ser siempre proteger la vida, toda vida, y a toda costa, salvo si se debe elegir entre la propia, la de su familia, compañeros, amigos o ciudadanos; entonces la balanza solo se puede inclinar en una dirección, la correcta.

    Para ello se trabaja, estudia, entrena y, sobre todo, se realizan sacrificios.

    «Negociar antes que golpear.
    Golpear antes que herir.
    Herir antes que matar».

    Ese es el principio fundamental que guía mi forma de vivir, trabajar y, se lo aseguro, de intentar transmitir a los que me sufren en mis escritos, clases o conferencias. Para que todo esto sea así, antes debemos conocer el qué, el cómo y el cuándo, de tal manera que comprendamos perfectamente la forma correcta de actuar.

    Todos mis artículos solo pretenden ser una guía inicial para todos aquellos profesionales que de una u otra forma se encuentran, o se pueden encontrar, envueltos en situaciones de alto riesgo.

    Es por y para ellos que escribo.

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